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63. La primera mujer que ocupa la tribuna del Ateneo
La del 19 de abril de 1884 es una fecha señalada en la historia del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid: ese sábado su tribuna será ocupada por una mujer, la primera en los casi cuarenta años transcurridos desde que Ángel de Saavedra (Duque de Rivas), Salustiano Olózaga, Mesonero Romanos, Alcalá Galiano, Juan Miguel de los Ríos, Francisco Fabra y Francisco López Olavarrieta aprovecharan los nuevos aires de libertad que se respiraban en España tras la muerte de Fernando VII para abrir sus puertas.
El hecho constituyó toda una sorpresa para la mayoría de los socios, lo cual no es de extrañar pues si leemos los discursos pronunciados con motivo de la inauguración del curso 1884 no encontramos pista alguna que pudiera llevarnos a la sospecha de que la Junta directiva de la institución tuviera en mente tal posibilidad. Si, por ejemplo, nos fijamos en el pronunciado el 31 de enero por Antonio Cánovas del Castillo, a la sazón presidente del Ateneo, no encontramos otra alusión a las mujeres que las que utiliza para referirse a la «ordinaria liviandad de sus mujeres» (refiriéndose al teatro de Tirso) o a las «mujeres fáciles», en este caso de Quevedo.
Sin embargo, tal y como de forma más o menos discreta anuncian los periódicos, «la eminente poetisa doña Rosario de Acuña de Laiglesia dará lectura a su último poema Sentir y pensar». La cita será a las ocho y media de la noche del día citado, y —a juzgar por los comentarios que recogerán periódicos y revistas— la velada no dejó a nadie indiferente.
Josefa Pujol, corresponsal en Madrid de la revista La Ilustración de la Mujer que se edita en Barcelona, saludaba alborozada la llegada de la mujer a tan ilustre tribuna:
Nunca con mayor gusto que hoy corre la pluma sobre el papel para consignar un nuevo e importantísimo triunfo femenino.
Rosario [de] Acuña, la ilustre autora de Rienzi el tribuno, sobreponiéndose a rancias preocupaciones, arrostrando las prevenciones de unos cuantos y confiando en la imparcialidad y justo criterio de muchos, ha ocupado la cátedra del primerAteneo español.
Y debemos confesar que la denodada dama e inspirada poetisa ha dejado bien sentado el pabellón femenino en nuestra primera corporación literaria.
Otros, por el contario, ven en aquella irrupción de la mujer en la tribuna del Ateneo un síntoma de la desnaturalización de la entidad. Basta leer, como ejemplo, lo publicado en las páginas de El Globo
Gran concurrencia de socios y de señoras invitadas, notábase anoche en el Ateneo.
¿Qué ocurría?
Una novedad. Iba a leer una señora, cuyo mérito literario es generalmente reconocido.
El Ateneo abrió hace tiempo sus puertas a la ilustración y, ¿por qué no decirlo?, a la curiosidad del sexo femenino.
Ya en el local antiguo, durante la inolvidable presidencia del señor Moreno Neto, se concedió libre acceso en las noches de conferencia y de lecturas poéticas, a las alumnas y profesoras de la Escuela Normal de Maestras y más establecimientos dedicados a la instrucción del sexo femenino.
Y una vez dado el primer paso, era natural que en el Ateneo nuevo se prosiguiese la reforma con toda la amplitud facilitada por la mayor belleza del local y la construcción de tribunas propias para el caso.
Pero hasta anoche las señoras no habían pasado de ser, en calidad de espectadoras, un hermoso ornamento de la sala de sesiones.
Estaba reservada para la inspirada poetisa doña Rosario de Acuña de la Iglesia [sic], el acto de ser la primera dama que subiese a la tribuna del Ateneo y se hiciese admirar de la numerosa concurrencia con los partos… (tratándose de una señora quizá convenga no usar este sustantivo), con las producciones de su ingenio.
Y en verdad que la distinguida señora inauguró con notable éxito las lecturas del sexo femenino.
Convendrá, sin embargo, que el Ateneo use con alguna parcidad de esta atención galante en pro de las señoras.
Si ha de suceder que durante la presidencia del señor Cánovas del Castillo sea el Ateneo un lugar de amenidad y reunión placentera, a estilo de tertulia particular o soirée fashionable, no sería malo convertir el elegante salón de sesiones en sala de baile, y departir allí amigablemente, al compás de un aristocrático rigodón, sobre las excelencias del arte moderno y la mayor o menor importancia de la ciencia novísima.
Es opinión particular de algunos socios antiguos que el Ateneo se va desnaturalizando de día en día. Pase que como excepción se admita de vez en cuando la lectura de alguna mujer notable por sus trabajos en literatura.
A lo que parece el peso específico de esos «socios antiguos» fue determinante para que debiera de pasar un tiempo hasta que Emilia Pardo-Bazán ocupara de nuevo la tribuna de tan «docta institución». La decisión debió de tomarse el mismo día en el que Rosario de Acuña recitara en el Ateneo el soneto En la escalera de mi casa. Al menos eso es lo que puede deducirse de lo publicado en las páginas de El Imparcial:
No es probable, según nuestras noticias, que se repitan las lecturas por señoras. La de anteayer fue una excepción justificada por las condiciones y antecedentes de Rosario [de] Acuña. Se comprende esto muy bien. Por este camino, el bello sexo invadiría, de hecho, el Ateneo, a pesar del reglamento y de la oposición del elemento antiguo, que no podía, ni soñar, en la casa vieja de la calle de la Montera, con solemnidades como la de anoche, consagradas por completo a la más hermosa mitad del género humano
58. La avenida que da a la ermita
Coincidiendo con el LXXXVII aniversario de la muerte de la protagonista de esta bitácora, el pasado miércoles se hizo público el fallo del Premio de Investigación Rosario de Acuña que convoca el instituto gijonés que lleva su nombre. Con ésta ya son doce las ediciones de este premio que, según nos cuenta Francisco Alonso Llano, director del Centro y principal responsable de la exitosa trayectoria del galardón, nació en 1998 con el objetivo de «mantener vivo el recuerdo de la vida y obra de Rosario de Acuña […] firme partidaria del progreso de las ciencias naturales y humanas».
Han pasado -como queda dicho- ochenta y siete años, y durante este tiempo la del Premio Rosario de Acuña no ha sido la única iniciativa tomada para honrar su memoria. Casi podemos decir que el proceso se inicia desde el mismo momento en que se conoce la muerte de la librepensadora. Así, el día veintinueve de ese mismo mes de mayo, tiene lugar una velada de homenaje en el Ateneo de Madrid de organizada por la asociación feminista Fraternidad Cívica. Intervienen el periodista Roberto Castrovido, el abogado y político Álvaro de Albornoz, Consuelo Álvarez, el escritor Ramón Pérez de Ayala, y Ester Azcárate; en la reunión se leen diversas composiciones de la homenajeada y del escritor Luis de Tapia, por entonces secretario de la asociación ateneística madrileña.
Es preciso señalar que hubo también quienes -de una forma o de otra- se manifestaron contrarios a estas iniciativas por considerar que la trayectoria vital de Rosario de Acuña no fue, para nada, ejemplar. Veamos:
Unos días después de este póstumo homenaje celebrado en el ateneo madrileño, Fraternidad Cívica envía una petición al ayuntamiento gijonés solicitando que una calle de la villa lleve el nombre de la escritora. Enterados los miembros de la directiva del Ateneo Obrero de la petición, no tardan en enviar un escrito a la corporación municipal adhiriéndose a la solicitud. La comunicación lleva fecha de 10 de junio y se expresa en los siguientes términos:
…conociendo la petición hecha por la asociación de señoras de Madrid, denominada “Fraternidad Cívica” con el fin de que se dé el nombre de “Rosario de Acuña” a una calle de esta ciudad, en recuerdo de la inolvidable escritora de este nombre fallecida recientemente, este Ateneo se adhiere decididamente a aquella súplica, por considerar que los pueblos, si quieren cumplir sus deberes de ciudadanía tienen que dedicar un recuerdo perdurable a los individuos que los honraron.
Si doña Rosario de Acuña no era gijonesa, aquí vivió mucho tiempo y murió dejándonos señalada prueba de sus virtudes y de inteligencia poderosa, hallándosela en todas ocasiones en las luchas por la justicia y la cultura, por cuyas razones todos los gijoneses la miraban como algo propio y adherido al espíritu popular apoyando la iniciativa en la consideración de que el nombre de la escritora debe perdurar “para ejemplo de virtudes y de generosidades, para oferta de gratitud de un pueblo a una individualidad superior.
El escrito termina recomendado el tipo de calle apropiada para tal recuerdo; ni «uno de esos callejones viejos y angostos», ni una de esas calles suntuosas, «donde las lujosas edificaciones de la plutocracia fría y absorbente proclama la antítesis doctrinal de la que sólo amó a los débiles y oprimidos». Lo adecuado sería…
una calle de obreros, de mujeres pobres y tristes de muchachas descalzas, para que todos los días, cuando saliesen de la fábrica y el taller o volviesen de ellos los trabajadores, sintiesen sobre si la caricia de aquel nombre que anunciaba un corazón tan puro, tan rebelde, tan del pueblo…
Las solicitudes efectuadas por Fraternidad Cívica y el Ateneo superan con prontitud los trámites administrativos y unas semanas después, el 24 de julio, se somete a la consideración de la corporación municipal la concesión de una calle de la villa a la ilustre librepensadora. Con tres votos en contra y catorce a favor, se acuerda dar el nombre de “Avenida de Rosario de Acuña” al camino que va del Piles a la Providencia. No obstante, hay sectores que no están por la labor; los tres ediles que votaron en contra de esa solicitud representan a un sector de la población nada desdeñable, que se oponía a cualquier tipo de distinción a quien se había significado tanto en contra de una jerarquía eclesiástica, que contaba con gran influencia en amplias capas de la sociedad. Mientras vivió, nuestra escritora no dejaba indiferentes a los que la conocían, y aún a los que no la conocían directamente; después de muerta, las filias y las fobias se mantuvieron. Y sus detractores eran poderosos.
Conocido el acuerdo, un grupo de vecinos de la zona lindante con el camino al que han puesto el nombre de la escritora, librepensadora, masona… presentó un recurso de alzada ante el Gobernador Civil, con la intención de que se dejara sin efecto la decisión municipal. Tres son los principales argumentos que esgrime la parte recurrente: a) que ayudaron a la construcción y mejoramiento del camino mediante la cesión gratuita de terrenos; b) que la anterior denominación daba información del origen y destino de la vía; c) que no consideran que existan méritos extraordinarios en la persona a quien se quiere distinguir que justifiquen las molestias que iba a ocasionar el citado cambio. Según la prosa administrativa, el recurso había sido interpuesto por don José de la Sala «y otros vecinos», expresión genérica ésta que oculta la existencia de otras personas con mayor significación en la vida ciudadana. Una lectura atenta del recurso nos informa, sin embargo, que entre los recurrentes se encuentran «los herederos del Excelentísimo Señor Conde de Revillagigedo», quienes actúan mediante los oportunos apoderados. Si al renombre de los herederos unimos las referencias que en el escrito se realizan al carácter religioso del camino (no hay que olvidar que, como allí se dice, el punto final del mismo se encuentra en la ermita de la Virgen de la Providencia), el recurso parece adquirir otra dimensión. Por lo visto, el fondo de la cuestión pudiera obedecer no tanto a cuestiones de orden material, como a aspectos de tipo ideológico o religioso. A lo que parece a algunos les parecía demasiado ofensivo que la carretera que conduce a la ermita, llevara el nombre de una persona a la que durante toda su vida han acusado de atea.
El recurso de alzada ante el Gobierno Civil es valorado por la Comisión Provincial competente. En el mes de diciembre, la citada comisión acuerda “que procede estimar el recurso interpuesto por don José de la Sala y otros vecinos de Gijón y revocar el acuerdo aprobado”. En la resolución tomada se asumen como propios la práctica totalidad de los argumentos de los recurrentes. Doña Rosario de Acuña se queda, de esta forma, sin “su” avenida.
El 30 de abril de 1931, unos días después de proclamada la Segunda República, el ayuntamiento gijonés vuelve a las andadas y retoma el acuerdo del verano de 1923, el recurrido. Así es como durante seis años el camino de la Providencia, el que conduce a la ermita, ostentará la denominación de “Avenida de Rosario de Acuña”. En 1937, las autoridades que las armas han legitimado para gestionar el municipio deciden sustituir el nombre por el de “Avenida de Italia”, como homenaje a los soldados italianos que colaboran con los militares sublevados en 1936.
44. «Memoria del olvido», de Félix Población
FÉLIX POBLACIÓN
Escritor y periodista
Se presentaron en Madrid las Obras reunidas de Rosario de Acuña y Villanueva (1850-1923), un acto que apenas tuvo repercusión pública, como si el olvido que por circunstancias históricas pesó tanto tiempo sobre la escritora hubiese alcanzado también al evento que culminaba la edición de sus escritos, iniciada en 2007.
Fue ese año, centenario del testamento ológrafo suscrito por Acuña para que sus obras fueran recopiladas y publicadas algún día, cuando bajo el patrocinio del Ayuntamiento de Gijón y el Instituto Asturiano de la Mujer se inició la publicación (KRK) de los cinco tomos que comprenden esas Obras reunidas, en cuya profusa tarea trabajó el profesor Xose Bolado, autor asimismo de la introducción biográfica que las precede. Acerca de Acuña y su época es muy interesante el libro de reciente aparición de Macrino Fernández Riera: Rosario de Acuña y Villanueva: una heterodoxa en la España del Concordato (Zahorí Ediciones).
Esa heterodoxia se ciñe al año de nacimiento de Acuña en Madrid, uno antes de que el Estado firmara con la Santa Sede el concordato de 1851 –por el cual la religión católica continuaba siendo «la única de la nación española»–, y a la denuncia reiterada que la autora hizo del clero por su represivo control sobre la conciencia de las mujeres: «La doctrina, la esencia, el alma católica –decía Acuña– , nos lleva a ser un montón de carne inmunda, cieno asqueroso que es necesario sufrir en el hogar por la triste necesidad de reproducirse. He aquí el destino de la mujer católica. Fuera sofismas ridículos y necias exclamaciones del idealismo cristiano, la mujer, en la comunión de esta Iglesia, es sólo la hembra del hombre».
Para llegar a esas conclusiones y pasar de escribir folletos dedicados a Isabel II a ingresar en la masonería bajo el nombre simbólico de Hipatia, Acuña va a recorrer la notable distancia que media entre la lírica romántica y moralizante de sus primeras composiciones en La Ilustración Española y Americana –donde el protagonismo femenino se reduce al consabido papel de alma del hogar en el entorno doméstico– a sus asiduas colaboraciones en Las Dominicales del Libre Pensamiento a partir de 1884 en pro de la regeneración social de la clase obrera y la conquista de los derechos civiles de la mujer. En la primavera de ese mismo año, cuando su nombre era ya sobradamente conocido como autora de un drama de mucho éxito titulado Rienzi el tribuno, Rosario de Acuña sube a la tribuna del Ateneo de Madrid para dar un recital poético. Es la primera vez que una mujer lo hace en la historia de la docta institución.
A partir de su adhesión al librepensamiento, Acuña deja atrás la mentalidad burguesa y liberal en la que se educó durante su niñez y juventud. Sus correligionarios serán tanto los fundadores de Las Dominicales, Ramón Chíes y Fernando Lozano, como los líderes socialistas Virginia González e Isidoro Acevedo. Los artículos, poemas y relatos de la escritora se prodigarán a lo largo de casi medio siglo en la citada y prestigiosa publicación masónica y en otros periódicos socialistas. La entidad literaria de esos escritos, así como la pujanza de sus ideas renovadoras, harán que un eminente periodista, Roberto Castrovido, proponga y defienda públicamente la candidatura de Rosario de Acuña a la Real Academia de la Lengua un siglo antes de que a esa institución accediera la primera mujer (Carmen Conde) en 1978. Según señalaba a comienzos del siglo XX el director del extinto diario republicano El País, la «poetisa, autora de dramas y escritora de grande bríos» podía compararse al regeneracionista Joaquín Costa.
Después de su temprana separación matrimonial y luego de haber residido en Pinto (Madrid) y Santander, Acuña pasará los últimos años de su vida en Gijón. Fue en esta ciudad donde se inició la recuperación de su memoria, mucho antes de que su obra fuera atrayente objeto de estudio a partir de los años noventa. Durante el franquismo, a finales de los sesenta, el histórico dirigente sindicalista asturiano Amaro del Rosal, que había tenido la oportunidad de conocer a la escritora, se interesó desde México por recuperar epistolarmente documentos y artículos de Acuña. Supe así, gracias a mis vínculos familiares con Amaro, [véase el artículo El impulso que vino de México, publicado en esta bitácora semanas atrás] que Rosario Acuña era algo más que un nombre con el que se identifica en Gijón el solitario paraje junto al mar donde la nombrada tuvo su modesta casa, por entonces todavía visible sobre el promontorio de El Cervigón, y de cuya inquilina nada sabíamos los escolares criados en el nacional-catolicismo.
Amaro del Rosal comparaba la figura de Acuña con la de la revolucionaria francesa Flora Tristán. Como ella, estuvo en la vanguardia de la lucha social y fue además en nuestro país una pionera en reivindicar con energía la emancipación de la mujer. Por eso fue recordada durante la Segunda Republica y por eso también pasó a formar parte del silencio y olvido con que el franquismo pretendió enterrar la significación de su nombre.
Cuenta Fernández Riera que durante muchos años, los días 6 de mayo y 1 de noviembre, había rosas rojas sobre la tumba de Acuña en el cementerio civil de Gijón. Las fechas se corresponden con el día de la muerte y el nacimiento de la escritora, y quien hacía la ofrenda, Aquilina Rodríguez Arbesú, había sido una gran amiga y admiradora suya, depositaria asimismo de su testamento ológrafo. Amaro del Rosal contactó con ella por carta desde el exilio para que «el ideario de libertad, justicia y humanismo, las tres palabras a las que Rosario de Acuña dedicó su vida, fuera conocido por la juventud de hoy que tanto lo necesita».
Cuarenta años después nos llegan por fin esas palabras en los cinco tomos de sus Obras reunidas para que de verdad las sigamos necesitando y cultivando.